Hoy me relataron una experiencia que quiero compartir. Un amigo recién llegado de Perú, país en el que estuvo de paso algunos días mientras vacacionaba contó lo que vivió durante el festejo de fin de año, o año nuevo.
En la ciudad de Cuzco, más concretamente en su plaza central, se repite año a año una costumbre que aúna a propios y extraños por igual, turistas, vecinos y todo aquel dispuesto a compartir la tradición.
El festejo comienza temprano. Según mi testigo narrador desde las siete de la tarde la multitud comienza a reunirse en el espacio que preside la catedral de la Virgen de Asunción para de a poco ir tomando fuerza la fiesta que culminará pasadas las ocho de la mañana del primer día del nuevo año.
La celebración no se rige por la hora como en Córdoba, y ya mucho antes el tumulto de caminantes hace resonar su voz confusa sin mensaje, entrando y saliendo de los bares y negocios que rodean la plaza, bailando con la música que proviene de quién sabe donde, bebiendo en la calle misma, reconociéndose los extraños y extranjeros como tales, abrazándose las personas como si desde siempre hubieran compartido la vida y la historia. El alcohol, lubricante social por excelencia, ayuda y deprava poco a poco esta congregación que minuto a minuto se vuelve más colorida, sonora y masiva.
Llegada la hora del cambio de año llega también la hora de esta tradición propia del lugar y que todos los presentes acatan como suya. Consiste la misma en dar doce vueltas a la plaza, una por cada mes del año. Desconocía el relator si había además algún tipo de plegaria o rito secreto, sólo contaba como la gente caminaba alrededor de aquella plaza no mucho mas grande que nuestra querida San Martín.
Me llamaron la atención algunos detalles. Por un lado el poco o escaso control policial -y estatal en general- que mi amigo observó. Por otro, que la procesión juntaba una cantidad de personas que lo dejó asombrado. Pero he aquí un elemento más, pues no solo se trataba de grupo muy numeroso, sino casi de una horda al borde del descontrol. Quizás fuera por el alcohol, quizás fuera por la fecha festejada, o quizás por algo propio de todo sujeto masificado, pero ese ejército desorganizado no frenaba ni atendía caídos. El que perdía el ritmo o frenaba adrede era devorado por el resto sin lugar a tregua, casi como si se tratase de una corrida de toros en Pamplona. Incluso sucedía que los que se encontraban dentro de la plaza, los que habían decidido no hacer el recorrido, disparaban contra los caminantes fuegos artificiales, sobras de las botellas y quien sabe que más. Tal era el salvajismo aparente que, sin dejar de lado razones personales de quien narraba, este no pudo completar ni siquiera una vuelta a la plaza.
¿Salvajismo? El relato me hizo recordar sin dificultad lo que Freud escribió acerca del festejo que cada tanto los hermanos parricidas hacían para conmemorar al padre asesinado, liberar los impulsos mas sádicos y volver a devorarlo en el ritual. Sin dejar de insistir en el valor metafórico de aquel desarrollo, no es del todo falaz pienso, suponer que en Cuzco cada fin de año se dan doce vueltas a la plaza, una por cada mes del año entrante –o quizás del saliente- con la esperanza impensada previamente de devorar a los caídos y dar lugar a las depravaciones que tanto horror pueden despertar en cualquier otro momento.
Entiendo entonces que no se hayan observado ritos o plegarias. No eran fundamentales ni necesarios, lo único impostergable era la liberación de esa energía delirante. Son doce vueltas pero podrían haber sido treinta o cinco. Intuyo que el número se decidió en el momento en el que la justificó la cantidad de totems incinerados bajo los pies de los omnubilados caminantes, desfigurada a su vez por el disfraz de una cifra figurativa y conveniente.
El festejo continúa y las lagunas amnésicas toman cada vez más protagonismo en la noche. El narrador termina la historia confesando que fue para él la experiencia de fin de año más inolvidable de su vida, y que de paso no recuerda como volvió a su hotel.
Entiendo entonces que no se hayan observado ritos o plegarias. No eran fundamentales ni necesarios, lo único impostergable era la liberación de esa energía delirante. Son doce vueltas pero podrían haber sido treinta o cinco. Intuyo que el número se decidió en el momento en el que la justificó la cantidad de totems incinerados bajo los pies de los omnubilados caminantes, desfigurada a su vez por el disfraz de una cifra figurativa y conveniente.
El festejo continúa y las lagunas amnésicas toman cada vez más protagonismo en la noche. El narrador termina la historia confesando que fue para él la experiencia de fin de año más inolvidable de su vida, y que de paso no recuerda como volvió a su hotel.
Plaza de Cuzco - Fin de año 2010
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