sábado, 11 de diciembre de 2010

Hablar lo escrito

Desde que tengo recuerdo me ha gustado escribir. Para mi fue en distintos momentos una compañía, una descarga, un escondite, un escape o la forma en la que podía decirle a alguien las cosas que no me animaba a plantear frente a frente.

Mi mente divagaba y mi mano escribía. Luego las dos cuando llegaron los medios tecnológicos. No se en que momento se me ocurrió la idea de que la facilidad para escribir residía en que era como hablar. Simplemente plasmaba las mismas palabras que en todo momento surcaban mi cabeza, y de la misma forma en que lo hacían, con la sintaxis de lo oral. Entonces, escribir, como quien dice “bien”, se correspondía a un hablar bien. Pero aquí estaba el pequeño salto, pues en mi caso hablar nunca conectaba con algún otro en la realidad, sino que se trataba siempre de lo que hubiera podido decir, de lo que hubiera querido decir, de lo que alguna vez diría, pero finalmente nunca dije. La palabra oral, en el mejor de los casos tomaba volumen si por esas casualidades, en mis ávidas conversaciones fantaseadas lo dicho adquiría de mis cuerdas bocales algún sonido.

Así era, no poder decir las cosas frente a frente. De frente. Ante la mirada de algún otro. Como escondite, la escritura funcionaba casi a la perfección. Ahuyentaba la responsabilidad por lo dicho y sobre todo, la posibilidad de encontrarme con la reacción que mis palabras pudieran ocasionar.

Quizás este temor residía en que, lo que pudiera decir, no era algo que quisieran escuchar. Se me ocurre que mis mensajes, o mas bien el deseo que acarreaban mis palabras debía ser vergonzoso para mi, revelador de mis facetas imperfectas, perversas, asquerosas. Pareciera que siempre que quería decir algo se trataba de algún tipo de obscenidad. Pero no, no era así, o para decirlo mejor, la obscenidad nunca quedaba esclarecida y de hecho las palabras lograban mostrar la cara opuesta. Pero, ¿de que perversión hablo? La palabra excede lo que sucedía, siendo la cuestión quizás mucho más simple y al mismo tiempo absolutamente imposible de afrontar.

Esa vergüenza que me impidió durante tanto tiempo hacer y decir me revela ahora que en realidad la cosa iba por si misma plasmada en mi estilo. Es por la vergüenza misma que he descubierto de la forma más fantástica que al escribir lograba una satisfacción en la fantasía y podía, durante algún tiempo dejar de padecer gozosamente aquel otro sentimiento que tantas veces me ha acompañado durante las etapas de mi vida.

El deseo siempre estuvo allí, es el motor de mis fantasías, de mis escritos, de mis escasas palabras bien dichas. Pero el deseo, en si mismo avergonzante, quedó encadenado a mis textos, hasta que por efecto de shock el nudo se desató y las palabras empezaron a salir, cargando sobre las espaldas a mi querido y olvidado deseo.

Parece un entretejido de incoherencias, pero en verdad sucede que, tirado a menos, impedido quizás de la valentía requerida para hablar, durante muchos años me he dedicado a evitarme toda posibilidad de actuar mi deseo, de bien decirlo (lo que se pueda decir al menos). Y es que, ya sin dudas y con una claridad que refleja algunas impresionantes enseñanzas, haber deseado y actuado mi deseo me hubiera al mismo tiempo llevado a la absoluta desaparición. Desear es desear lo que no se tiene, lo que no se es. Desear revela un vacío. Pero yo siempre he deseado, de eso no tengo ninguna duda, nunca la tuve. El trabajo de encadenamiento, forjar el hierro de mis párrafos es lo que me permitió año a año hacer de cuenta que ese vacío no estaba allí, hacer de cuentas (y créanme, se llevar la cuenta) que en mi caso se trataba de una totalidad.

Triste consecuencia, este enorme trabajo me condicionó a no ser más que una pequeña sombra silenciosa y gris. Reprimir el deseo de la forma en la que yo lo hice me llevó, una y otra, y otra, y otra vez a fracasar en las cosas que mas quería, imposibilitado de disfrutar de la meta buscada, de hacer de esos pequeñas o grandes logros una fiesta.

En la lógica del escondido tuve que relacionarme con personas que directa o indirectamente sabían bien como anularme, como dejarme impotente. Parece un juego perverso, ¡¡y lo era!! Deseoso de no decir, me rodeé de aquellos que, incluso pidiéndome que hablase, que dijese, tenían la capacidad de silenciarme mejor de lo que yo mismo lograba hacerlo.

Obviamente (ahora lo siento así), esto repetía una forma, una manera, un sello grabado sobre la piel. El recuerdo de aquella escena no habría hecho efecto de no haber existido antes la interpretación exacta de algunas otras palabras que sin nada nuevo que decir, de repente se animaron a decir algo mas, sin querer, sin saberlo, ni ellas, ni yo. Entonces la escena toma ese otro talante, el significante por fin estalla en mil pedazos y me pega en la cara y siento, como nunca, que puedo hablar, que puedo hablar de eso y llorar con eso. De tristeza por darme cuenta, por rendirme cuentas de todo lo no hecho, todo el fracaso al que me obligué. Pero también de felicidad, al saber sin lugar a la duda que esta vez algo cambiaba para siempre, que ya no podía ser lo mismo nunca mas y que gritar a viva voz me alentaba a eso, a darle vida a mi voz, a darle vida a un hueco que ya no me espantaba. Estaba listo, estoy listo.

Me senté a escribir y pensaba iniciar con esta frase: “cuando era chico pensaba que al escribir debía decir algo muy profundo, algo que conmoviera a todos”. Es así, eso pensaba. Pero esa frase ya no me sirve, no pude utilizarla ahora. No pude porque me hubiera llevado por caminos que repiten al anterior, y sinceramente, ya no estoy cómodo con eso. Cuando era chico, luego de escribir, sentía que nada de lo escrito lograba ese ideal. Ahora me parece que eso debía ser así, no tenía otra posibilidad. Para por fin poder decir algo realmente profundo fue necesario dejar de pensar en conmover al otro y empezar a jugar la partida conmigo mismo, aunque no en mi contra. Pero además, no solo eso, sino que ha sido absolutamente necesario hacer de la palabra un texto, y del texto discurso. Esto suena redondito, poético quizás, pero es tan así que ni siquiera puedo explicarlo bien. Poder hablar de esto es lo que me permite ahora escribir de otra forma, con otra intención, al fin con una profundidad que en realidad se ha revelado como efímera e inexistente. Está todo aquí, hablo de un rasgo.



Córdoba, 11 de Diciembre de 2010

 
 

Un breve texto

Creé este espacio por razones banales y egoístas, privadas en tanto desconocidas y también ocultas.

Iré publicando en La Letra e Interminables lo que en palabras salga de mis entrañas, también algunos textos viejos y en definitiva lo que me plazca, dejando en el lector la responsabilidad -si la acepta- de tomar o no cada texto para defenestrarlo, hacerlo memorable o simplemente omitirlo.

La banalidad de la publicación espero no me haga lidiar con el reconocimiento, más bien busca la redención en una ética del comentario que posibilite luego -o ya desde antes- un encuentro de dos, que sin mostrarse ningún respeto pueden lanzarse palabras sin el menor miedo a herirse el rostro, el propio por supuesto.

Se trata en definitiva de hacer -y deshacer- con lo poco que tengo al alcance de mi mano.

Salud

Carlos G. Picco