miércoles, 25 de agosto de 2010

El Lector Nombrado

El que se autoriza a leer un texto pone en el asador más que la carne. Deja más bien el pellejo, hasta la última libra desnuda, las fibras a la intemperie bajo la mirada casi obscena de aquellas palabras que hacen del texto un constructo bien estructurado.



¿Quién lee? ¿Qué se lee? Este texto hecho de brazas y que aleja a los que no están dispuestos a quemarse aunque sea un poco, está poblado de vacíos -no necesariamente sintagmáticos o semánticos, aunque puede haberlos, pensemos por ejemplo en la obra de Joyce- sino poéticamente deconstruidos, que invitan a ser llenados con el rasgo de cada lector.


Es por ello que en un camino que va de regreso este texto se convierte entonces en la herramienta interpretativa más rica, pues es él quien lee tramo a tramo aquello que se esconde, aquello que se esparce incesantemente en el afán evanescente, la fibra quemada por el fuego. El texto, desde su vacío, interpela al sujeto, lo enfrenta enigmáticamente con su propio espejo roto y lo invita a convertirse el mismo en el autor de su propio texto, una obra incompleta y difícil de traducir.


En la lectura que realiza el sujeto quizás como en un segundo movimiento, se juega peligrosamente un lugar de responsabilidad que muchas veces no quiere ocuparse, otras tantas suele ser abandonado y que por lo menos cuesta varias renuncias lograr. La lectura responsable es la que permitirá luego el pasaje a la narración de ese propio texto, de ese vacío entre significantes en el que se ubica el sujeto, pero entonces suponemos que la responsabilidad no será ya un mandato ni un peso, sino la consecuencia de un estilo único y decidido.


¿Qué es lo que se transmite? Parece cómico -de seguro no se trata de dramatismos- que en este proceso que va desde el dejarse leer por el texto a poder narrar algo de las consecuencias de esa lectura, lo que se transmite es justamente –y aquí podría residir lo cómico del asunto- la inconsistencia de la transmisión, lo inseguras que son las palabras a la hora de asirse a un significado, lo verdaderamente imposible que es hacer general el efecto de una interpretación o lo verdad de un mito.


El poeta, que hace de su poesía un puro acto que está por ser, nos habilita a pensar que el efecto poético del verso no reside en la belleza de la construcción, en la sapiencia con que se han seleccionado las palabras o en la intrincada lógica del texto, sino en la habilidad del autor –la que creemos va de la mano de un completo desinterés- a fulminar del texto el acto egoísta y omnipotente que muchas veces lo lleva a pensarse a si mismo como un mensaje ya concluido y transmisible. Es el enigma de lo intrasmisible lo que hace del texto una obra que vale la pena leer.


En donde los lectores quedan enumerados y relegados a la sombra de la generalización sin nombre, allí ubicamos entonces un desperdicio adecuado a la regulación de los capitales, a la funcionalidad social de lo que no debe ser nunca distinguido. Este camino en nada cómico sino poblado de tristes parodias remite al atoramiento intelectual y burdo de los contenidos de moda. Para todos lo mismo, llenos de una dicha que los marca por cobardes y hedonistas.


En posición opuesta, el lector que descubrimos es aquél que al leer está dispuesto valientemente a escribir el acabable texto propio, a inventarse en el eco de la lectura un nombre único para si mismo y a soportar, no sin algún sollozo, lo chamuscado que lo han dejado estas palabras.


 

Un breve texto

Creé este espacio por razones banales y egoístas, privadas en tanto desconocidas y también ocultas.

Iré publicando en La Letra e Interminables lo que en palabras salga de mis entrañas, también algunos textos viejos y en definitiva lo que me plazca, dejando en el lector la responsabilidad -si la acepta- de tomar o no cada texto para defenestrarlo, hacerlo memorable o simplemente omitirlo.

La banalidad de la publicación espero no me haga lidiar con el reconocimiento, más bien busca la redención en una ética del comentario que posibilite luego -o ya desde antes- un encuentro de dos, que sin mostrarse ningún respeto pueden lanzarse palabras sin el menor miedo a herirse el rostro, el propio por supuesto.

Se trata en definitiva de hacer -y deshacer- con lo poco que tengo al alcance de mi mano.

Salud

Carlos G. Picco