domingo, 10 de mayo de 2009

Uno y el Silencio

Recuerda entonces que en sus últimos segundos despierto había podido sentir el aroma de su propia piel impregnando en la almohada. Sabía que se dormiría y que la noche pasaría como si fuera inexistente.



Durante el día le había ocurrido lo mas extraño. Estaba esperando el colectivo en la plaza principal de la ciudad, eran las ocho y media de la noche, un perfecto domingo otoñal sin viento y con unos veinte grados que permitían sin problema caminar por la calle con tan solo una remera y un suéter fino en la mano por si refrescaba.
Al frente de la parada había un teatro. Hay un teatro en realidad, pero como decía Heráclito, “no puedes bañarte dos veces en el mismo río”, y entonces se supone que el teatro de ahora no es el mismo teatro de esa noche… En fin.
Miraba la cartelera desde la vereda del frente y algo lo sedujo por lo que cruzó la calle. Lo que creyó ver ya no estaba ahí, o había tomado otra forma. No había nada interesante y los precios tampoco estaban a su alcance. Una pena, aunque en realidad el teatro no era enteramente de su gusto.  
De forma desprevenida, punzante, sintió una presión en la boca del estomago y un soplo de brisa le hizo sentir escalofríos, como cuando en la piel del brazo se dibujan esos puntitos blanco, "piel de gallina" le dicen los viejos. Dió media vuelta con la intención de volver a la parada y entonces ocurrió lo más inesperado. Todo estaba quieto, silencio absoluto y una quietud terrorífica. No estaba alucinando ni tampoco la quietud era real, pero en una de las calles más transitadas de la ciudad, esa en la que hacia tan solo segundos estaban el tumulto insoportable, de repente había paz. No, no exactamente paz, sino más bien el silencio que anteceden al huracán, ese vacío en la atmósfera que es el resultado de que en otro lado se esta concentrando una fuerza titánica y destructiva.
Se quedó entonces allí, sobre el cordón de la vereda, estupefacto, congelado y expectante. En su pecho el corazón latía rápido y con gran sonorizad, siendo el único movimiento que marcaba en aquel momento de duda y silencio una diferencia.
Notó en su piel y en su garganta que una sensación muy extraña tomaba posesión de su cuerpo. No era el terror torpe de la persecución ni la vergüenza sonrojante del tropiezo. Era una sensación de autoreferencia y cavilación al mismo tiempo, como cuando un desconocido saluda en la dirección en la que uno se encuentra. ¿Es a mi a quien saluda? ¿Lo saldo? Sentía que el destino, su destino, estaba por expresarse. Era una ilusión magnífica y casi religiosa, como si algún dios le hablase y lo señalara con su enorme dedo. Lo enloquecerían esas palabras divinas, quedaría sordo y afónico como para gritar y pedir ayuda, o para repetir en el idioma de los hombres aquel terrible mensaje. Esas palabras marcarían un antes y un después, un “desde ahora…”
Miraba los grandes, enormes árboles, plátanos la mayoría, sus hojas inmóviles, la gente sobre la vereda del frente. Algunos lo miraban, o todos tal vez, si, todos, todos lo miraban como esperando algo. Recordó la escena de la película Vanilla Sky en la que David ordena incrédulo a la gente de un bar que se calle y estos obedecen inmediatamente y lo miran.
“Cállense!!!” pensó, y se rió, se rió por dentro. Recordó que el no creía en estas cosas. Algo le hablaba, sin dudas, pero no era un dios ni ninguna fuerza misteriosa y escondida. En un sistema de repeticiones como el de la vida, el destino se expresaría como lo que se sale de la cadena, como el eslabón que se corta. El destino como eso que de forma inentendible marca un quiebre imprevisto, que deja sin palabras, que saca del discurso, que te ahoga en el silencio del grito.

El motor estaba parado, como en pausa. Pero fue una decisión, un no aceptar esa sensación, no querer lidiar con ese destino y al mismo tiempo reconocerse salibando la situación. Tan sólo así el motor volvió a funcionar. Los autos aparecieron desde el fondo de la calle, la gente siguió caminando, y las hojas volvieron a moverse con la suave brisa de la noche.
Cruzó la calle y se sentó en un banco a esperar su colectivo. Cada tanto tenía la sensación de estar viviendo esos minutos siguientes como un disco rallado. Todavía su sistema de lectura no lograba decodificar el entorno y por eso volvía sobre cada detalle una y otra vez para cerciorarse de la continuidad, de que más allá de Heráclito, aquél árbol no solo continuaba allí, sino que con la misma forma y color.
Su colectivo llegó. El destino ya no estaba allí, ya no lo señalaba ningún dios. El impás quedó atrás y la púa de su tocadiscos mental pudo volver a leer la realidad como siempre. Quedaba el recuerdo de lo inexplicable y la angustia que cada tanto lo acusaba de no haber querido hacerse cargo, de mirar hacia otro lado. Su vida, toda su vida, el eslabón roto representando a todos los otros, y todo había estado condensado allí, en ese ínfimo momento. ¿Había sido así? ¿O acaso habia podido leer entre las líneas lo que aquel dios no queria mostrarle? Hay querido Pavlov!


Ya se alejaban el colectivo y él, sentado en una de las tantas butacas vacías miraba el suelo. Afuera se sublevaba nuevamente el universo entero en contra de la imposible armonía y todo volvía a la normalidad.




Un breve texto

Creé este espacio por razones banales y egoístas, privadas en tanto desconocidas y también ocultas.

Iré publicando en La Letra e Interminables lo que en palabras salga de mis entrañas, también algunos textos viejos y en definitiva lo que me plazca, dejando en el lector la responsabilidad -si la acepta- de tomar o no cada texto para defenestrarlo, hacerlo memorable o simplemente omitirlo.

La banalidad de la publicación espero no me haga lidiar con el reconocimiento, más bien busca la redención en una ética del comentario que posibilite luego -o ya desde antes- un encuentro de dos, que sin mostrarse ningún respeto pueden lanzarse palabras sin el menor miedo a herirse el rostro, el propio por supuesto.

Se trata en definitiva de hacer -y deshacer- con lo poco que tengo al alcance de mi mano.

Salud

Carlos G. Picco