Román fue el primero en bajar del auto. Llevaba el traje que dos meses atrás había comprado para su nuevo trabajo y que finalmente nunca vistió. Al probárselo frente al espejo de su habitación ya no sintió lo mismo que en el local. Era simplemente demasiado frío. Igualmente se lo quedó.
Abrió la puerta trasera de su mismo lado y se acercó al asiento interior con el brazo extendido. Una mano envejecida salió lentamente para tomarse de aquel ofrecimiento.
-Gracias m´hijito- le dijo Matilde con voz algo temblorosa, mientras Román sentía que algo en el pecho presionaba hacia adentro.
-De nada Matilde, no queremos que se caiga justo hoy...
Ella sonrió silenciosa y lo miro a través de las gruesas gafas. Los ojos se le iluminaron por un segundo.
Otros dos autos habían estacionado detrás de ellos y algunas personas estaban esperando ya en la acera, todos de negro. Adelante, un largo y brilloso carro fúnebre dejaba entrever el ataúd y una corona de flores lilas que la comisión de jubilados del barrio había enviado con sus condolencias.
La puerta principal del cementerio estaba abierta de par en par. Desde allí continuaron la procesión a pie. Acompañaban el cura del barrio, el padre Simón, que los esperaba desde hacia diez minutos, luego Matilde tomada del brazo de Román y por detrás las personas que se habían bajado de los otros dos autos.
Los que iban atrás eran los dos hijos de Matilde, Manuel y Héctor, con sus respectivas familias. Manuel era el más grande, seis años mayor, comerciante acomodado. Héctor era escritor aunque trabajaba en un banco. Hacía ya casi seis años que no publicaba nada. En cuanto a los nietos... digamos simplemente que no habían nacido en una época que reconociese la importancia de la relación entre abuelos y nietos como importante.
Román trabajaba como pasante en un estudio contable del centro de la ciudad, aunque seguía viviendo en la casa que lo vio nacer, la que está al lado de la de Matilde.
Cuando el más joven de sus hijos dejó el hogar, Román, que debía contar con tan solo cinco años, se convirtió en el mimado de Matilde. Su madre, Rita, viuda desde hacía varios años, era la dueña del mercadito de la cuadra y lo atendía personalmente. Muy lejos estaba la posibilidad de pagar un empleado por lo que el niño se la pasaba jugando en la calle o solo en la casa, lo que generó que Matilde ejerciese un cuidado silencioso, a la distancia. Pero de a poco ese silencio se convirtió en una casa llena de ruidos y la distancia se redujo a la de la palabra. Rita estaba agradecida dado que muchas veces era Matilde la que se encargaba de darle de comer o de que hiciera las tareas. A cambio recibía los mejores descuentos en el almacén, aunque lo hubiera hecho igual sin los descuentos. Se sentía sola, nada más y Román era la mejor compañía. Más hijo y más nieto que cualquiera de los que venía atrás en esa procesión.
El esposo de Matilde, Pedro, nunca había sido muy hablador. Por el contrario, era un hombre seco al que le gustaba comer mucho y dormir bien. Un buen hombre, muy trabajador aunque algo tosco. Hubo incluso una ocasión durante los primeros años de matrimonio en que le levantó la mano a Matilde. Eran tiempos difíciles y eran jóvenes. En medio de una aturdida discusión generada por el hambre prefirió descargarse contra el rostro de su mujer en vez de llorar la enorme frustración y cansancio que sentía. Una cachetada fue suficiente. El horror y la desilusión habían explotado en sus caras con suficiente ruido como para nunca perdonarse a si mismo por lo que había hecho. Sabía que algo se había perdido para siempre en aquel momento.
Fue la necesidad lo que llevó a Matilde a comenzar a trabajar, incluso frente a la oposición de Pedro. Pero pronto se dio cuenta de que el trabajo no solo le redituaba dinero sino también independencia. Trabajaba desde la casa, cociendo y cocinando. Preparaba las viandas de los obreros de la cuadra y los ancianos solitarios y olvidados que ya no podían o querían cuidar de si.
Enseguida le fue bien. Tenía para la cocina la mano que solo tienen las mujeres que no le temen a unos kilitos de más y que hasta de la sopa pueden hacer un plato delicioso. Para Matilde hasta la merienda requería una dedicación tan especial como el almuerzo o la cena.
Al poco tiempo de comenzar ya ganaba buen dinero y podía no solo aportar a los gastos de la casa sino también ahorrar algunos billetes que ocultaba secretamente en el respaldar de la cama matrimonial. Una vez llegó a juntar lo suficiente para comprar una heladera General Motors nueva, una verdadera joya. Cuando Pedro volvió a la casa casi se muere del infarto, pero sobrevivió con una gran sonrisa. Esa noche hicieron el amor durante horas y fueron felices, como pudiendo minimizar esa distancia insoportable que los mantenía juntos
La procesión en el cementerio seguía su camino hacia el edificio de tres pisos que se veía al final del camino y que debía estar a unos setenta metros. Allí sería el saludo final. Nadie lloraba, no era una familia de llantos ni palabras.
-Es un hermoso día ¿no te parece querido?
-Así es Matilde. No podía ser de otra forma.- respondió Román – ¿lleva todo lo que necesita?
-Así es Román, y cuanto menos palabras mejor ¿entendido?
-Si, no se preocupe, no creo que nadie se anime a decir mucho.
No hablaron más por el resto del camino.
La caminata concluyó junto a una lápida que esperaba abierta. En el lugar no había lujo pero era limpio y el mármol negro generaba la fantasía de una vida de elegancia. El hueco, que estaba a un metro y medio del suelo, parecía una boca que tragaba todo y esperaba a ser alimentada. El cajón se encontraba a la misma altura sobre una pequeña mesita de metal y que luego, mediante un simple mecanismo, permitiría depositarlo en aquél agujero negro.
El Padre Simón estaba leyendo unas palabras mientras Matilde comenzó a saludar uno por uno a los presentes. Nadie lloraba y cada saludo era casi cordial, temeroso.
Román quedó último. Un beso en cada mejilla y un abrazo infinito. Sin darse cuenta dejó escapar una lágrima aunque pudo notar la mirada atenta, incomprensiva y celosa del resto. Matilde lo beso con mucho cariño, muy suavemente, y le susurró algo al oído muy bajito. Luego dió media vuelta y caminó hacia una escalerilla que habían colocado junto al ataúd. Subió despacio, siempre ayudada por Román y se recostó dentro del féretro que abierto completamente mostraba su interior vacío. Cerró los ojos unos segundos, muy fuerte, y suspiró.
-¿Está bien así?- preguntó Román
-¡Perfecto! Es más cómodo hoy que cuando lo probamos. Cuidate cariño, ya lo sabés, y ahora ¡¡atrás!!
Román retrocedió tres pasos mientras veía con ojos húmedos como el mueble de madera oscuro era cerrado por el personal del cementerio y luego introducido en aquella boca hambrienta. Matilde ya no estaba, no existía.
Salieron todos del predio mortuorio y cada uno tomo rumbos distintos luego de despedirse a la distancia. Román caminó hacia el kiosco que quedaba enfrente y compró puchos. Mientras prendía uno pensaba en las palabras de Matilde. El sol brillaba arriba. Eran apenas las once y quedaba todo el domingo por delante. Eso lo llenó de energía para dar los primeros pasos que lo llevarían hasta su casa, acompañando la breve caminata con el silbido suave de una canción que solía tararear su madre mientras limpiaba el local.
Ese traje definitivamente era demasiado formal, demasiado negro, casi despiadado. No podía esperar a llegar a casa para quitárselo.