sábado, 10 de octubre de 2009

Miró hacia el Cielo


Se durmió  y se quedó sin voz
miró hacia el cielo ya sin ojos
suspiros silenciosos en su pecho
decian despacito que estaba solo

Las manos embarradas de dios
quieren cargarlo
se ilusionan con tocarlo

Ese camino no tenía luz
quién se animaría a cruzarlo
doce estrofas en una canción
y empujoncitos de dinosaurio

Lo llevaron hacia un sol y un mar
que se vuelan, que se vuelan

Ilusiones de un farsante
que terminan en caidas
sobre todas las alturas
cuesta dejar de esperarte
cuesta dejar de esperarte


Los suspiros de su corazón
imitando dos latidos
agitados por el caminar
y por las huellas viejas del camino
las recorre con su mente
las repite en su delirio

Ilusiones de un farsante
que concluyen en caidas
sobre todas las alturas
cuesta dejar de esperarte
cuesta dejar de esperarte




 

domingo, 10 de mayo de 2009

Uno y el Silencio

Recuerda entonces que en sus últimos segundos despierto había podido sentir el aroma de su propia piel impregnando en la almohada. Sabía que se dormiría y que la noche pasaría como si fuera inexistente.



Durante el día le había ocurrido lo mas extraño. Estaba esperando el colectivo en la plaza principal de la ciudad, eran las ocho y media de la noche, un perfecto domingo otoñal sin viento y con unos veinte grados que permitían sin problema caminar por la calle con tan solo una remera y un suéter fino en la mano por si refrescaba.
Al frente de la parada había un teatro. Hay un teatro en realidad, pero como decía Heráclito, “no puedes bañarte dos veces en el mismo río”, y entonces se supone que el teatro de ahora no es el mismo teatro de esa noche… En fin.
Miraba la cartelera desde la vereda del frente y algo lo sedujo por lo que cruzó la calle. Lo que creyó ver ya no estaba ahí, o había tomado otra forma. No había nada interesante y los precios tampoco estaban a su alcance. Una pena, aunque en realidad el teatro no era enteramente de su gusto.  
De forma desprevenida, punzante, sintió una presión en la boca del estomago y un soplo de brisa le hizo sentir escalofríos, como cuando en la piel del brazo se dibujan esos puntitos blanco, "piel de gallina" le dicen los viejos. Dió media vuelta con la intención de volver a la parada y entonces ocurrió lo más inesperado. Todo estaba quieto, silencio absoluto y una quietud terrorífica. No estaba alucinando ni tampoco la quietud era real, pero en una de las calles más transitadas de la ciudad, esa en la que hacia tan solo segundos estaban el tumulto insoportable, de repente había paz. No, no exactamente paz, sino más bien el silencio que anteceden al huracán, ese vacío en la atmósfera que es el resultado de que en otro lado se esta concentrando una fuerza titánica y destructiva.
Se quedó entonces allí, sobre el cordón de la vereda, estupefacto, congelado y expectante. En su pecho el corazón latía rápido y con gran sonorizad, siendo el único movimiento que marcaba en aquel momento de duda y silencio una diferencia.
Notó en su piel y en su garganta que una sensación muy extraña tomaba posesión de su cuerpo. No era el terror torpe de la persecución ni la vergüenza sonrojante del tropiezo. Era una sensación de autoreferencia y cavilación al mismo tiempo, como cuando un desconocido saluda en la dirección en la que uno se encuentra. ¿Es a mi a quien saluda? ¿Lo saldo? Sentía que el destino, su destino, estaba por expresarse. Era una ilusión magnífica y casi religiosa, como si algún dios le hablase y lo señalara con su enorme dedo. Lo enloquecerían esas palabras divinas, quedaría sordo y afónico como para gritar y pedir ayuda, o para repetir en el idioma de los hombres aquel terrible mensaje. Esas palabras marcarían un antes y un después, un “desde ahora…”
Miraba los grandes, enormes árboles, plátanos la mayoría, sus hojas inmóviles, la gente sobre la vereda del frente. Algunos lo miraban, o todos tal vez, si, todos, todos lo miraban como esperando algo. Recordó la escena de la película Vanilla Sky en la que David ordena incrédulo a la gente de un bar que se calle y estos obedecen inmediatamente y lo miran.
“Cállense!!!” pensó, y se rió, se rió por dentro. Recordó que el no creía en estas cosas. Algo le hablaba, sin dudas, pero no era un dios ni ninguna fuerza misteriosa y escondida. En un sistema de repeticiones como el de la vida, el destino se expresaría como lo que se sale de la cadena, como el eslabón que se corta. El destino como eso que de forma inentendible marca un quiebre imprevisto, que deja sin palabras, que saca del discurso, que te ahoga en el silencio del grito.

El motor estaba parado, como en pausa. Pero fue una decisión, un no aceptar esa sensación, no querer lidiar con ese destino y al mismo tiempo reconocerse salibando la situación. Tan sólo así el motor volvió a funcionar. Los autos aparecieron desde el fondo de la calle, la gente siguió caminando, y las hojas volvieron a moverse con la suave brisa de la noche.
Cruzó la calle y se sentó en un banco a esperar su colectivo. Cada tanto tenía la sensación de estar viviendo esos minutos siguientes como un disco rallado. Todavía su sistema de lectura no lograba decodificar el entorno y por eso volvía sobre cada detalle una y otra vez para cerciorarse de la continuidad, de que más allá de Heráclito, aquél árbol no solo continuaba allí, sino que con la misma forma y color.
Su colectivo llegó. El destino ya no estaba allí, ya no lo señalaba ningún dios. El impás quedó atrás y la púa de su tocadiscos mental pudo volver a leer la realidad como siempre. Quedaba el recuerdo de lo inexplicable y la angustia que cada tanto lo acusaba de no haber querido hacerse cargo, de mirar hacia otro lado. Su vida, toda su vida, el eslabón roto representando a todos los otros, y todo había estado condensado allí, en ese ínfimo momento. ¿Había sido así? ¿O acaso habia podido leer entre las líneas lo que aquel dios no queria mostrarle? Hay querido Pavlov!


Ya se alejaban el colectivo y él, sentado en una de las tantas butacas vacías miraba el suelo. Afuera se sublevaba nuevamente el universo entero en contra de la imposible armonía y todo volvía a la normalidad.




miércoles, 7 de enero de 2009

Una Canción de Amor

Román fue el primero en bajar del auto. Llevaba el traje que dos meses atrás había comprado para su nuevo trabajo y que finalmente nunca vistió. Al probárselo frente al espejo de su habitación ya no sintió lo mismo que en el local. Era simplemente demasiado frío. Igualmente se lo quedó.




Abrió la puerta trasera de su mismo lado y se acercó al asiento interior con el brazo extendido. Una mano envejecida salió lentamente para tomarse de aquel ofrecimiento.



-Gracias m´hijito- le dijo Matilde con voz algo temblorosa, mientras Román sentía que algo en el pecho presionaba hacia adentro.



-De nada Matilde, no queremos que se caiga justo hoy...



Ella sonrió silenciosa y lo miro a través de las gruesas gafas. Los ojos se le iluminaron por un segundo.



Otros dos autos habían estacionado detrás de ellos y algunas personas estaban esperando ya en la acera, todos de negro. Adelante, un largo y brilloso carro fúnebre dejaba entrever el ataúd y una corona de flores lilas que la comisión de jubilados del barrio había enviado con sus condolencias.



La puerta principal del cementerio estaba abierta de par en par. Desde allí continuaron la procesión a pie. Acompañaban el cura del barrio, el padre Simón, que los esperaba desde hacia diez minutos, luego Matilde tomada del brazo de Román y por detrás las personas que se habían bajado de los otros dos autos.



Los que iban atrás eran los dos hijos de Matilde, Manuel y Héctor, con sus respectivas familias. Manuel era el más grande, seis años mayor, comerciante acomodado. Héctor era escritor aunque trabajaba en un banco. Hacía ya casi seis años que no publicaba nada. En cuanto a los nietos... digamos simplemente que no habían nacido en una época que reconociese la importancia de la relación entre abuelos y nietos como importante.



Román trabajaba como pasante en un estudio contable del centro de la ciudad, aunque seguía viviendo en la casa que lo vio nacer, la que está al lado de la de Matilde.



Cuando el más joven de sus hijos dejó el hogar, Román, que debía contar con tan solo cinco años, se convirtió en el mimado de Matilde. Su madre, Rita, viuda desde hacía varios años, era la dueña del mercadito de la cuadra y lo atendía personalmente. Muy lejos estaba la posibilidad de pagar un empleado por lo que el niño se la pasaba jugando en la calle o solo en la casa, lo que generó que Matilde ejerciese un cuidado silencioso, a la distancia. Pero de a poco ese silencio se convirtió en una casa llena de ruidos y la distancia se redujo a la de la palabra. Rita estaba agradecida dado que muchas veces era Matilde la que se encargaba de darle de comer o de que hiciera las tareas. A cambio recibía los mejores descuentos en el almacén, aunque lo hubiera hecho igual sin los descuentos. Se sentía sola, nada más y Román era la mejor compañía. Más hijo y más nieto que cualquiera de los que venía atrás en esa procesión.



El esposo de Matilde, Pedro, nunca había sido muy hablador. Por el contrario, era un hombre seco al que le gustaba comer mucho y dormir bien. Un buen hombre, muy trabajador aunque algo tosco. Hubo incluso una ocasión durante los primeros años de matrimonio en que le levantó la mano a Matilde. Eran tiempos difíciles y eran jóvenes. En medio de una aturdida discusión generada por el hambre prefirió descargarse contra el rostro de su mujer en vez de llorar la enorme frustración y cansancio que sentía. Una cachetada fue suficiente. El horror y la desilusión habían explotado en sus caras con suficiente ruido como para nunca perdonarse a si mismo por lo que había hecho. Sabía que algo se había perdido para siempre en aquel momento.



Fue la necesidad lo que llevó a Matilde a comenzar a trabajar, incluso frente a la oposición de Pedro. Pero pronto se dio cuenta de que el trabajo no solo le redituaba dinero sino también independencia. Trabajaba desde la casa, cociendo y cocinando. Preparaba las viandas de los obreros de la cuadra y los ancianos solitarios y olvidados que ya no podían o querían cuidar de si.



Enseguida le fue bien. Tenía para la cocina la mano que solo tienen las mujeres que no le temen a unos kilitos de más y que hasta de la sopa pueden hacer un plato delicioso. Para Matilde hasta la merienda requería una dedicación tan especial como el almuerzo o la cena.



Al poco tiempo de comenzar ya ganaba buen dinero y podía no solo aportar a los gastos de la casa sino también ahorrar algunos billetes que ocultaba secretamente en el respaldar de la cama matrimonial. Una vez llegó a juntar lo suficiente para comprar una heladera General Motors nueva, una verdadera joya. Cuando Pedro volvió a la casa casi se muere del infarto, pero sobrevivió con una gran sonrisa. Esa noche hicieron el amor durante horas y fueron felices, como pudiendo minimizar esa distancia insoportable que los mantenía juntos







La procesión en el cementerio seguía su camino hacia el edificio de tres pisos que se veía al final del camino y que debía estar a unos setenta metros. Allí sería el saludo final. Nadie lloraba, no era una familia de llantos ni palabras.



-Es un hermoso día ¿no te parece querido?



-Así es Matilde. No podía ser de otra forma.- respondió Román – ¿lleva todo lo que necesita?



-Así es Román, y cuanto menos palabras mejor ¿entendido?



-Si, no se preocupe, no creo que nadie se anime a decir mucho.



No hablaron más por el resto del camino.



La caminata concluyó junto a una lápida que esperaba abierta. En el lugar no había lujo pero era limpio y el mármol negro generaba la fantasía de una vida de elegancia. El hueco, que estaba a un metro y medio del suelo, parecía una boca que tragaba todo y esperaba a ser alimentada. El cajón se encontraba a la misma altura sobre una pequeña mesita de metal y que luego, mediante un simple mecanismo, permitiría depositarlo en aquél agujero negro.



El Padre Simón estaba leyendo unas palabras mientras Matilde comenzó a saludar uno por uno a los presentes. Nadie lloraba y cada saludo era casi cordial, temeroso.



Román quedó último. Un beso en cada mejilla y un abrazo infinito. Sin darse cuenta dejó escapar una lágrima aunque pudo notar la mirada atenta, incomprensiva y celosa del resto. Matilde lo beso con mucho cariño, muy suavemente, y le susurró algo al oído muy bajito. Luego dió media vuelta y caminó hacia una escalerilla que habían colocado junto al ataúd. Subió despacio, siempre ayudada por Román y se recostó dentro del féretro que abierto completamente mostraba su interior vacío. Cerró los ojos unos segundos, muy fuerte, y suspiró.



-¿Está bien así?- preguntó Román



-¡Perfecto! Es más cómodo hoy que cuando lo probamos. Cuidate cariño, ya lo sabés, y ahora ¡¡atrás!!



Román retrocedió tres pasos mientras veía con ojos húmedos como el mueble de madera oscuro era cerrado por el personal del cementerio y luego introducido en aquella boca hambrienta. Matilde ya no estaba, no existía.



Salieron todos del predio mortuorio y cada uno tomo rumbos distintos luego de despedirse a la distancia. Román caminó hacia el kiosco que quedaba enfrente y compró puchos. Mientras prendía uno pensaba en las palabras de Matilde. El sol brillaba arriba. Eran apenas las once y quedaba todo el domingo por delante. Eso lo llenó de energía para dar los primeros pasos que lo llevarían hasta su casa, acompañando la breve caminata con el silbido suave de una canción que solía tararear su madre mientras limpiaba el local.



Ese traje definitivamente era demasiado formal, demasiado negro, casi despiadado. No podía esperar a llegar a casa para quitárselo.


sábado, 3 de enero de 2009

Contacto



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Saludos

Un breve texto

Creé este espacio por razones banales y egoístas, privadas en tanto desconocidas y también ocultas.

Iré publicando en La Letra e Interminables lo que en palabras salga de mis entrañas, también algunos textos viejos y en definitiva lo que me plazca, dejando en el lector la responsabilidad -si la acepta- de tomar o no cada texto para defenestrarlo, hacerlo memorable o simplemente omitirlo.

La banalidad de la publicación espero no me haga lidiar con el reconocimiento, más bien busca la redención en una ética del comentario que posibilite luego -o ya desde antes- un encuentro de dos, que sin mostrarse ningún respeto pueden lanzarse palabras sin el menor miedo a herirse el rostro, el propio por supuesto.

Se trata en definitiva de hacer -y deshacer- con lo poco que tengo al alcance de mi mano.

Salud

Carlos G. Picco