Por la ventana se colaba la luz de la calle, un resplandor azulino y ruidoso. Hasta el séptimo piso de aquel viejo hotel el murmullo externo llegaba con sorprendente claridad. Debían ser las tres de la mañana y la ciudad estaba despierta, excitada, borracha de olvido.
Habían entrado al edificio escapando de la lluvia que algunos truenos anunciaban, justo cuando de la forma mas oportuna apareció abierta aquella gran puerta de hotel hecha de madera. Probablemente el edificio debía tener unos setenta u ochenta años, quizas más. El piso era de un parquet viejo y gastado, con manchones desparramados por doquier, luces amarillentas y tristes y una sala de descanso con algunos sillones de terciopelo rojo, gastados y rotos.
Habían entrado al edificio escapando de la lluvia que algunos truenos anunciaban, justo cuando de la forma mas oportuna apareció abierta aquella gran puerta de hotel hecha de madera. Probablemente el edificio debía tener unos setenta u ochenta años, quizas más. El piso era de un parquet viejo y gastado, con manchones desparramados por doquier, luces amarillentas y tristes y una sala de descanso con algunos sillones de terciopelo rojo, gastados y rotos.
En la recepción había un anciano de pelos enredados y grises, vestido con un uniforme que repetía el color de los sillones de la sala, y que sin dudas pudo haber visto con ojos de niño la construcción de aquella vieja mole. Allí estaba, firme como soldado aguardando al primer grito de guerra, esperando a los contingentes pernoctantes que cruzaran aquella puerta. Daba la sensación de que no había visto demasiados esa noche.
Se acercaron y les señaló inmediatamente un cartelito que indicaba su ausencia de voz al mismo tiempo que descubría en su garganta un pequeño agujerito por el que respiraba. Pese a esto él no sintió impaciencia ni temor, lo que en otras ocasiones hubiera sido su normal reacción. El arrugado conserje se comunicó con señas mostrando los precios de las distintas habitaciones en una cartilla impresa y pegada sobre la mesa de la recepción. Nadie dijo una sola palabra. Él extendió el dinero que equivalía a una habitación con cama matrimonial y el viejo le entrego una llave de bronce opaco.
Las palabras no habían sido las principales invitadas a aquella velada llena de sombras. Cuando ella se le había acercado unas horas antes no dijo nada y él había sentido que algo instintivo lo obligaba a seguir el juego y callar. En aquél momento su corazón latía muy fuerte y durante esas horas de encuentro, los cuerpos distantes se encargaron de toda la comunicación. Ya en la habitación el ruido llenaba un vacío que no hubiera sido para nada incómodo. Esos ojos lo hipnotizaron, lo atraparon eternizándolo en el instante. La mirada se había combinado con los movimientos generando un ambiente místico, un ritual que desconocía pero recordaba, una sensación implosiva y arrebatada. Había perdido noción del tiempo, de la compañía, de los sonidos y los aromas. Tan solo esa presencia, esa mirada... tenía la certeza de que era por él, para él que estaba ella ahí, que existía, como si la hubiera estado esperando desde el principio.
En aquella habitación había una cama, ubicada sobre una de las puntas, un placard viejo y oscuro sobre la otra, y una pequeña mesa de luz sin velador. Una brisa primaveral silbaba suavemente dando al lugar un aspecto fantasmático. Era un rectángulo bastante amplio en el que los muebles lograban resaltar el espacio vacío. Las paredes desnudas parecían ser celestes y una puerta ventana que daba a la calle era lo único que se recortaba en la que daba a la calle. Tenía postigones de madera pintados de gris y abiertos que revelaban un pequeñísimo bacón exterior. En el interior dos cortinas blancas respiraban con la brisa y dibujaban en el aire extrañas figuras, como si estuvieran entrando a través de ellas las almas de los que habían visitado aquella habitación a lo largo de los años.
Ya adentro de la habitación se quedaron parados entre la cama y la puerta, a la distancia de un suspiro uno del otro, rodeados por la oscuridad a la que los ojos no se acostumbraban. Ella levantó su mano acercándosela al pecho y lo alejó sin llegar tocarlo. Él obedeció al instante, naturalmente, y aunque los ruidos del exterior parecían venir de la habitación de al lado, él no escuchaba nada. Tenía la mente casi en blanco y la sensación silenciosa de saber exactamente qué hacer. Sus piernas retrocedieron hasta tocar con la espalda el placar. Sobre la figura de aquella extraña se posaba la luz blanca que entraba por el ventanal mientras el miraba oculto desde el extremo más oscuro la habitación.
Ella comenzó a desabrochar su blusa color crema, pero se detuvo antes de desprender el primer botón. En su rostro el gesto era demasiado claro. Enseguida comenzó él también a quitarse la ropa, pero sin apresurarse, siguiendo el tempo de aquellos movimientos perfectos, imitando cada dibujo en el aire. No sentía vergüenza. Era todo muy simple, una comunión absoluta y de absoluto silencio.
El haz de luz blanco chocaba contra su bello cuerpo reflejando el dibujo de las cortinas que se movían y casi la rozaban generando un halo angelical tenso a su alrededor. Era un espíritu, uno que había llegado a la tierra escapando de alguna fuerza terrible e invisible. Pero él no pensaba estas cosas, no había palabras en su mente, tan solo sensaciones y claridad, algo que fluía a través de sí hablándole en el dialecto de los ríos de sangre. Miraba esos senos y podía percibirlos en su boca, el sabor de la piel, entre sus manos la textura, contra su pecho, suaves, calidos.
Ya desnudos se acercaron a la cama, lentamente, uno por cada costado, cauteloso él, como recibiendo las ordenes de aquel espíritu fugitivo. Abordaron el colchón como gatos al acecho, quedando arrodillados uno frente al otro, a tan solo centímetros. Sus cuerpos sin ropa sobre la cama de sabanas blancas parecían confusas manchas celestes en el fondo de un cuadro vivo, fieras salvajes a punto de cazar.
Se cruzaron y fue eterno, al mismo tiempo silencioso y explosivo. Con un abrazo ella lo envolvió, utilizando todo su cuerpo. Él hizo lo mismo con excesiva fuerza, aunque sabía que no podía hacerle daño. Había algo que reconocía en ella, algo tan indecible, tan impensable.
Como si la tierra misma estuviera pendiente de ellos el viento comenzó a soplar con ferocidad. El ruido era espectacularmente potente, abrumador. El cielo se iluminaba con enormes explosiones blancas al ser surcado por la luz de grandes rayos. El tiempo se aceleró y la realidad se perdió entre aquellas sabanas. Ella lo soltó y él comenzó a besarla desesperadamente, como queriendo devorarla. Mantenía los ojos cerrados con fuerza mientras sus labios surcaban frenéticos aquella piel. Los brazos, los labios, las piernas y las axilas; la frente, los ojos, el sexo, los cabellos, la espalda, las pantorrillas, los pies, los codos, el cuello, las orejas, el rostro. Iba y venía, sin mirar, guiándose con sus manos, con su lengua y sus labios. Cada vez más excitado, cada vez más abstraído y ciego.
De repente una sensación eléctrica e incontrolable de terror tomó posesión de su mente y lo paralizó. Afuera una explosión sonora, descomunal e insoportable ocupó todo el espacio. Entonces abrió sus ojos. Tuvo que hacerlo. Sabía que debía abrirlos.
Las cortinas se detuvieron en el aire, su respiración se cortó, los ruidos se callaron y las sombras desaparecieron. Su rostro se desfiguró y de su boca, como partiendo el mundo en dos, salió un grito afónico y desesperado mientras el cuerpo todo saltaba hacia atrás cayendo al suelo con un golpe seco contra el piso de madera. Retrocedió sobre su trasero con movimientos descoordinados y veloces hasta chocar contra el placar en el lado oscuro de la habitación.
Allí sobre la cama había quedado aquella otra presencia, ese otro cuerpo, el que había entrado con él a la habitación, la bella figura que se había desnudado delante de su mirada... Pero no, ya no, ya no era ese cuerpo, ya no era esa misma figura. Él brazo de aquel espíritu era mas grande, su color algo mas oscuro y lo cubrían vellos. Lo mismo ocurría con las piernas y el abdomen. En el pecho ya no se encontraban aquellos hermosos senos que antes había tocado con la mirada y luego con la boca. Ocupaban su lugar dos pectorales firmes y cuadrados, cubiertos de abundante pelo negro. Y el rostro... el rostro... oh dios mío, aquel rostro... no podía ser, no era posible… nada de esto era posible, pero aquel rostro... era el suyo, era él, sus ojos claros, su boca de rasgos finos, su nariz pequeña, su mentón cubierto con la fina barba de sólo dos días, su cabello castaño con claros rubios... El estaba allí, sobre esa cama, mirándolo con la expresión de quien no está, de quien no ha sentido nada... Solo la mirada, clavada en el fondo de sus ojos, inamovible...
Pero algo más… La piel se le tensó en un escalofrío que cruzó su espalda desnuda. No era solo su rostro el que estaba allí sobre la cama... todo ese cuerpo era suyo... sus piernas, su abdomen, sus brazos... En un instante había configurado la unidad de lo que antes miraba separadamente y de sus ojos cayeron rápidamente dos lágrimas alucinadas. Su mente ya no tenía asidero. Sentía que caía en un abismo del que no lograba ver el fondo y fue entonces cuando notó aquella diferencia, aquella que era suficiente. En ese que era su cuerpo, su rostro, él mismo, había algo distinto. Entre sus piernas, allí donde lo masculino debía aparecer, no había nada. En aquel triangulo oscuro de vello púbico seguía habiendo una mujer.
Su boca se secó completamente. Sus músculos se durmieron y dejaron de reaccionar. Su corazón, el que estaba sobre el lado oscuro de la habitación, convertido en piedra cesó en sus latidos. En ese momento la luz se apoderó de aquella habitación con la fuerza del sol haciendo desaparecer todo. Cerró los ojos con mayor fuerza, pero pudo ver sin ellos como una gran maza sin forma, etérea, infinita y luminosa se alejaba de él, lo abandonaba despedazándolo y empujándolo al silencioso sinsentido de quien ya no siente el suelo bajo sus pies.